El papel de los nutrientes en el desarrollo de la obesidad
Traducción al español gracias a la iniciativa PerMondo de traducción gratuita de páginas web y documentos para ONG y asociaciones sin ánimo de lucro. Proyecto dirigido por Mondo Agit. Traductora: Raquel Santos Ortega; Revisora: María Vaquero Martín
Autor(es):
Marie Françoise Rolland-Cachera | |
Université Paris 13, Sorbonne Paris Cité, Equipe de Recherche en Epidémiologie Nutritionnelle (EREN) |
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Silvia Scaglioni | |
Fundación Demarchi – Departamento de Pediatría, IRCCS Ospedale Maggiore Policlinico, Milán, Italia |
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La clave para la prevención es la identificación de los factores de riesgo. Sin embargo, hasta hace poco, los datos sobre factores de riesgo en la obesidad infantil eran limitados (1). Por lo general, los primeros estudios eran transversales y no asociaban el comportamiento del niño con la aparición de obesidad. Recientemente ha crecido el interés en la importancia del entorno en los primeros años de vida (2, 3). El rebote de adiposidad precoz registrado en la mayoría de los sujetos obesos sugiere que los factores que contribuyen al desarrollo de la grasa corporal actuaban durante los primeros años de vida (4). En concreto, la nutrición infantil puede tener efectos a largo plazo en la salud. El peso al nacer y la velocidad y la trayectoria de crecimiento parecen ser muy sensibles a las condiciones nutricionales que se dan durante el embarazo y en los primeros años de vida. Unos buenos hábitos alimenticios en las posteriores etapas pueden limitar o aumentar los riesgos del metabolismo, pero la crucial importancia del entorno durante los primeros años de vida podría explicar la dificultad que presenta identificar factores de riesgo en estudios llevados a cabo a edades más avanzadas. A continuación se expondrán las relaciones entre nutrición en las diferentes etapas de la vida y el riesgo de sobrepeso.
La situación de la epidemia de obesidad
Desde hace varias décadas, el sobrepeso infantil ha sufrido un considerable aumento (5-8), pero durante los últimos 10 a 15 años se ha producido un estancamiento e incluso un descenso de la tasa de prevalencia en muchos países desarrollados (9-11). A pesar de ello, sigue siendo un problema importante, pues la obesidad infantil se mantiene alta en muchos países.
Mientras que la prevalencia de la obesidad infantil aumentaba, la ingesta de energía disminuía (12). Estas tendencias temporales se dieron tanto en niños y adolescentes como en los niños más pequeños (13-16). La ingesta de grasas descendía y el porcentaje total de energía derivada de proteínas crecía, pero no se observaron tendencias consistentes con ello en lo que a obesidad infantil se refiere (12). Los datos relativos a niños (de 2 a 19 años) en la primera y la tercera Encuesta Nacional de Examen de la Salud y la Nutrición (NAHNES I y NHANES III por sus siglas en inglés), correspondientes a los periodos de 1971 a 1974 y 1988 a 1994 respectivamente, demostraban que la ingesta de grasas disminuía en todos los rangos de edad. En los niños con edades comprendidas entre los 2 y los 5 años, la energía proveniente de grasas disminuyó del 36.2 % al 32.8 % entre estos dos periodos (13). La ingesta de energía en niños ingleses de entre 1.5 y 2.5 años pasó de ser de 1264 a 1045 Kcal/día entre 1967 y 1993 (14). Durante el mismo periodo el porcentaje de energía proveniente de proteínas creció, el de grasas disminuyó y el de obesidad infantil se mantuvo. Los datos relativos a niños alemanes de entre 2 y 18 años recogidos en el Estudio Nutricional de Dortmund (DONALD por sus siglas en inglés) demostraban que la ingesta de grasas había decrecido del 39.5 % en 1986 al 36 % en el año 2000, y que esta tendencia se daba incluso en un rango de edad tan temprano como el comprendido entre los 2 y los 3 años (15). El porcentaje de grasas ingeridas por los niños franceses de 10 meses de edad era del 33 % en 1973 (17), mientras que en 1986 era del 28 % (4). En este mismo periodo, los datos relativos a niños de 2 años mostraban un descenso de la ingesta de grasas del 36.5 % al 32 % y un aumento de la de proteínas (del 14.5 % al 17 %) (16). La tendencia de la prevalencia de la obesidad y de la ingesta de lípidos se presenta en la figura 1.
Figura 1: Tendencias de la prevalencia del sobrepeso* entre los años 1970 y 2000 en niños de 6 a 14 años en EEUU (5), Reino Unido (6), Alemania (7) y Francia (8) y del porcentaje de energía proveniente de lípidos en niños de 1 a 2 años en EEUU (13), Reino Unido (14), Alemania (15) y Francia (16). La tendencia de la prevalencia del sobrepeso y la de la ingesta de grasas son opuestas.
*Se entiende por sobrepeso lo establecido por el Grupo de Trabajo Internacional sobre Obesidad (IOTF por sus siglas en inglés) excepto en el caso de EEUU, en el que se emplea el percentil 85 del IMC según lo establecido por el Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés).
Los descensos en la ingesta de energía suelen ir asociados a una disminución del gasto de la misma, sobre todo a una menor actividad física. Sin embargo, es poco probable que esta relación explique el descenso de la ingesta de energía cuando se da en niños muy pequeños. El descenso podría ir ligado a cambios en la composición de la dieta. Los alimentos bajos en grasa reducen la densidad energética de una dieta y, por lo tanto, el aporte energético total. Además, las dietas bajas en grasas y con un gran aporte proteico pueden reducir el aporte energético debido a que los niños suelen preferir alimentos con mucha grasa y al poder saciante de las proteínas (12).
Nutrición en los primeros años de vida y posterior estado de salud
Existen cada vez más pruebas de que la alimentación durante los primeros años de vida afecta a la salud del adulto. Durante el periodo «crítico» o «de plasticidad», que va desde la etapa fetal hasta los dos años (conocidos como los «1000 días»), una correcta alimentación resulta vital para prevenir enfermedades en la edad adulta (18). La aparición precoz del rebote de adiposidad (4) que se da en casi todos los sujetos obesos (19, 20) sugiere que los factores que potencian el desarrollo de grasa actuaban en los primeros años de vida (figura 2).
Figura 2: Periodo crítico en el desarrollo de la obesidad: una precoz aparición del rebote de adiposidad (AR por sus siglas en inglés) observado en niños con obesidad (de 2 años) si se compara con niños de 6 años, sugiere que los factores que determinan la obesidad estaban presentes en los primeros años de vida (según Péneau et al. (20)).
El incremento de la estatura (4, 21) y la cada vez más pronta aparición del rebote de adiposidad (4, 22) a lo largo de las últimas décadas indican que las tendencias seculares en el sobrepeso podrían estar más relacionadas con las primeras prácticas alimentarias que con la toma de nutrientes en etapas posteriores de la vida.
La dieta de los niños pequeños se caracteriza por un contenido alto en proteínas y bajo en grasas (4, 21, 23, 24). Al cumplir el primer año, los niños consumen aproximadamente 4 g de proteínas por kg de peso (el 16% del total de energía, mientras que un 28% de la misma proviene de lípidos ). La ingesta de proteínas es 3 o 4 veces mayor que lo requerido por los estándares internacionales (24). Las proteínas llegan a alcanzar el 20% de la energía total consumida por los niños italianos de un año (25). La ingesta de grasa (como porcentaje del total de energía ingerida) era del 33% en niños estadounidenses (26) lo que demuestra que muchos de ellos tomaban menos de las recomendadas (27). Paradójicamente, el consumo de grasas aumenta con la edad (4), cuando debería ser alto durante la infancia e ir decreciendo con el paso de los años. Este desequilibrio entre proteínas y grasas puede deberse al consumo excesivo de productos de origen animal, en concreto de lácteos bajos en grasa (24). Los nutrientes que componen esta dieta difieren mucho de la composición de la leche materna, baja en proteínas (7%) y con un alto contenido en grasa (55%) (23, 27). Una dieta hiperproteica podría tener consecuencias nocivas al potenciar el crecimiento (28, 29), factor de riesgo en el posterior desarrollo de obesidad (30). Los lípidos son la principal fuente de energía en la infancia puesto que los niños tienen necesidades energéticas especialmente elevadas. Son además un importante componente de la estructura del tejido neural, entre otros (23, 27).
La ingesta de proteínas en los primeros años de vida
- La ingesta de proteínas en los primeros años de vida y el desarrollo de grasa corporal
Hace dos décadas, el estudio longitudinal francés ELANCE demostró que la elevada ingesta de proteínas durante el segundo año de vida estaba relacionada con una aparición precoz del rebote de adiposidad, un alto índice de masa corporal (IMC) y un elevado grosor de pliegues cutáneos a los 8 años (31). La relación positiva entre ingesta de proteínas a una edad temprana y posterior peso ha sido confirmada por la mayoría de los estudios (4), por ejemplo en Italia (32), Islandia (33) o Alemania (34).
Una alta ingesta de proteínas parece afectar, sobre todo, a los patrones de crecimiento. Los beneficios de la leche materna contra la obesidad se deben en parte a su bajo contenido proteico, ya que la lactancia suele asociarse a un rebote de la adiposidad tardío (35). En un estudio multicéntrico europeo, un grupo de niños sanos alimentados a base de preparados para lactantes fueron aleatoriamente asignados para tomar preparados a base de leche de vaca y preparados de continuación con diferentes concentraciones proteicas (altas y bajas) durante el primer año de vida, para ser después comparados con niños que eran alimentados exclusivamente por leche materna (36). El grupo que había recibido mayor cantidad de proteínas experimentó un mayor aumento de peso y su IMC fue significativamente mayor a los 12 y a los 24 años. El patrón de crecimiento del grupo cuya alimentación había sido más baja en proteínas no difería del grupo de control alimentado por leche materna, lo que supone que evitar el exceso de proteínas en la dieta de los primeros años conlleva ventajas. Posteriormente, este mismo estudio demostró que los preparados para lactantes con una menor concentración de proteínas reducían el IMC y el riesgo de obesidad a los 6 años de edad (37).
Pero no solo la cantidad, sino también la calidad de las proteínas parecen desempeñar un papel a la hora de relacionar nutrición temprana y posterior sobrepeso. El estudio longitudinal DONALD demostró que las proteínas que más influyen en el posterior desarrollo de obesidad son las que provienen de productos lácteos (34). Por el contrario, las proteínas provenientes de carnes o cereales parecen no tener relación significativa con este fenómeno. Por lo tanto, un elevado consumo de lácteos (pero no de carnes) se traduce en una aparición precoz del rebote de adiposidad (38).
- Consumo de proteínas en los primeros años de vida y estado hormonal
Una alta concentración del factor de crecimiento insulínico tipo 1 (IGF1 por sus siglas en inglés) en el plasma y una baja secreción de la hormona del crecimiento (GH por sus siglas en inglés) son características propias de niños con obesidad simple (39). La ingesta elevada de proteínas estimula el IGF1 y el crecimiento (28, 40), lo que resulta positivo en casos de desnutrición, pero negativo en casos de nutrición adecuada, en los que una alta ingesta de proteínas desemboca en un crecimiento excesivo. Es esta ingesta la responsable de las características típicas de los niños que presentan obesidad: crecimiento acelerado, temprana aparición de la pubertad, y un alto índice de masa corporal magra (41). El IGF1 a niveles elevados podría estimular la síntesis de proteínas y la proliferación celular. Puesto que el IGF1 promueve la diferenciación de preadipocitos a adipocitos (42), una alta ingesta de proteínas conllevaría hiperplasia en el tejido adiposo. El incremento prematuro del número de adipocitos que se da en los niños con obesidad (41) podría ofrecer una explicación a la también prematura aparición del rebote de la adiposidad. Además, un elevado consumo proteico podría conllevar niveles más bajos de la GH, una menor lipolisis y a la creación y almacenamiento de reservas de grasa (12).
Una vez más, todo esto depende de la fuente de la que provengan las proteínas. Consumir mucha leche aumenta los niveles de IGF1 y contribuye a un crecimiento acelerado, algo que no ocurre con el consumo de carne (43).
Ingesta de grasas en los primeros años de vida
- Ingesta de grasas en los primeros años de vida y desarrollo de la grasa corporal
Mientras que una elevada ingesta de grasas se suele considerar como el principal motivo de obesidad, no existe evidencia convincente para esta afirmación en lo relativo a la infancia (1, 44). De hecho, las grasas están especialmente indicadas para la niñez, puesto que las necesidades energéticas son muy elevadas en esos años. Es más, se han encontrado relaciones negativas entre la ingesta de grasas y el peso corporal (13, 45), pero estas fueron atribuidas a informes insuficientes y otros sesgos en las investigaciones.
Recientemente, el ELANCE, un estudio prospectivo de dos décadas, ha demostrado que una ingesta baja de grasas durante los primeros años de vida está relacionada con un alto índice de grasa corporal y concentraciones de leptina en la edad adulta (46). Encontramos asociaciones similares en el ámbito de la desnutrición. Un peso por debajo de la media en el recién nacido (47) y el enlentecimiento del desarrollo físico (48) se asocian al riesgo de padecer obesidad (tabla 1).
– Peso bajo al nacer: « Hipótesis del fenotipo ahorrador » (47) – Nutrición deficiente en los primeros años de vida en países en vías de desarrollo: «enlentecimiento del desarrollo físico» (48) – Restricciones en el consumo de grasas durante los primeros años de vida (↓de la densidad energética): «programación para alimentación baja en grasas» (46) – ↑ de la obesidad y las enfermedades metabólicas |
Tabla 1: Consecuencias del déficit nutricional en diferentes contextos: ¿un mecanismo común?
Se propuso una «programación para alimentación baja en grasas » (46), que sugería que la restricción de grasas podría activar la adaptación metabólica que prevendría el infrapeso, aumentando así la probabilidad de desarrollar sobrepeso y enfermedades metabólicas en sujetos expuestos a alimentos con alto contenido energético edades más avanzadas. «Desajuste» es el término que define la transición de una alimentación baja en grasas a otra que las incluye en abundancia (49).
Además de la falta de grasas o el exceso de las mismas en cualquier momento de la vida, la naturaleza de los ácidos grasos también desempeña un papel en el desarrollo de obesidad. Un estudio experimental expone que los ácidos grasos poliinsaturados de la serie omega 6 (omega-6 PUFA por sus siglas en inglés) podrían potenciar tanto la adipogénesis in vitro como el desarrollo del tejido adiposo in vivo en roedores durante los períodos de gestación y lactancia. En los países de occidente, el aumento de la obesidad coincide con la disminución gradual de los omega-6 PUFA, lo que sugiere que ambos fenómenos están relacionados de manera causal (50).
- Ingesta de grasas en los primeros años de vida y estado hormonal.s
La relación negativa entre la ingesta de grasas en la niñez, y la grasa corporal y la concentración de leptina en plasma en la edad adulta, sugiere que la resistencia a la leptina podría derivar de las restricciones en la grasa alimenticia a temprana edad. Una vez más, encontramos pruebas de que existe una asociación entre la nutrición durante los primeros años de vida y el posterior desarrollo de resistencia a la leptina si observamos casos de desnutrición. La concentración de leptina es baja en los bebés nacidos con bajo peso (51), pero alta en adultos que habían presentado retraso en el crecimiento (52) o que habían nacido con poco peso (53). Paralelamente, una baja ingesta de grasas podría disminuir los niveles de leptina en plasma en los primeros años de vida, además de programar respuestas metabólicas para compensar este desequilibrio que afectarían a las estructuras neurales (54), desembocando en resistencia a la leptina en la edad adulta.
Consecuencias a corto y largo plazo del balance nutricional en los primeros años de vida
Mientras que las consecuencias de una alta ingesta de proteínas durante los primeros años de vida son visibles de forma casi inmediata (crecimiento acelerado y aparición precoz del rebote de adiposidad), las consecuencias de un déficit de grasa durante estos años aparecen, por el contrario, solo con el paso de los años. El inmediato incremento del IGF1 que afecta de forma directa al crecimiento, hace que los efectos de la alta ingesta proteica aparezcan tan rápido mientras que la resistencia a la leptina derivada de las restricciones en las grasas se desarrolla de forma progresiva durante el crecimiento. Las hipótesis sobre las consecuencias de las dietas altas en proteínas y bajas en grasas están representadas en la figura 3
Figura 3: Desarrollo de enfermedades metabólicas a raíz de ingestas altas en proteínas y bajas en grasas: hipótesis a corto plazo (exceso de proteína) y a largo plazo (falta de grasas) sobre las consecuencias del desequilibrio nutricional en el crecimiento y la salud en edad adulta.
La estabilización de la prevalencia de la obesidad: ¿depende de la nutrición en los primeros años de vida?
Desde el año 2000 se viene manifestando una estabilidad o nivelación de la prevalencia de la obesidad entre niños y adolescentes de muchas partes del mundo (9-11) y se pueden formular varias hipótesis teniendo en cuenta los factores que se dan durante los primeros años de vida. Durante la epidemia de obesidad, se experimentó un drástico aumento del consumo de proteínas mientras que se redujo la ingesta de grasas (figura 1). Al final de la década de los 90 se produjo un cambio notable. Ahora, la toma de proteínas disminuye y la de grasas aumenta (55, 56) o, al menos, ha dejado de decrecer (57). Al contrario de lo que venía ocurriendo en el pasado, la composición de la dieta infantil de los últimos años se acerca más a la composición de la leche materna. Además, dar el pecho es una práctica que cada vez se da más en muchos países. Estos cambios favorables en la alimentación de los primeros años de vida que se dan desde los 90 podrían explicar el reciente descenso en la prevalencia de la obesidad infantil.
Nutrición y obesidad en niños y adolescentes
Varios estudios longitudinales han demostrado lo importante que resulta la alimentación durante los 2-3 primeros años de vida para el posterior desarrollo de obesidad. Se ha investigado mucho la relación existente entre macronutrientes y obesidad en niños mayores, pero no se consigue explicar la aparición de obesidad, probablemente debido a sesgos de estudio. Los estudios transversales ofrecen datos de niños que ya padecen sobrepeso, y por lo tanto, no reflejan la contribución real de un nutriente determinado al desarrollo de obesidad. Los métodos para evaluar una dieta no son capaces de detectar pequeñas ingestas de forma aislada, los datos podrían estar influenciados por factores psicológicos o dietas específicas y además también deberían tenerse en cuenta la ingesta y el gasto energéticos (58-60).
Carbohidratos, fibra y bebidas azucaradas
- Carbohidratos de bajo índice glucémico
Una propuesta defiende que los posibles efectos de los nutrientes en la obesidad no dependen exclusivamente de la cantidad consumida, sino que la calidad y las acciones fisiológicas de los mismos también son importantes. Se ha sugerido una relación entre dietas ricas en alimentos con alta carga glucémica (CG) y desarrollo de obesidad, mientras que los carbohidratos con bajo índice glucémico (IG) serían considerados preventivos, pero estos estudios no son concluyentes (61). Buyken et al. (62) observaron que el IG en la dieta aumentó entre 1990 y 2002, lo cual es consistente con la evolución de la prevalencia de la obesidad infantil, pero este estudio no pudo demostrar que los niveles de IG, CG o azúcar añadido en la dieta influyeran de forma significativa en la composición del cuerpo. En un estudio que pretendía evaluar la relación entre el IG de la dieta, el IMC y la distribución de la grasa corporal en 3734 escolares italianos (de entre 6 y 11 años), el IG fue el único factor nutricional que se asoció directamente con el tamaño de la cintura. El riesgo de obesidad era casi el doble para los sujetos en el cuartil superior de IG de la dieta que para aquellos en el cuartil inferior (63).
- Fibra
Una dieta con un alto contenido en fibra ha sido identificada como una de las tres prácticas asociadas con una baja probabilidad de desarrollar obesidad (64). Las dietas altas en fibra suelen ser bajas en densidad energética y se asocian a un menor riesgo de obesidad. La fibra alimentaria aumenta los niveles de saciedad y puede posponer o disminuir la siguiente ingesta de energía (65). En 2003, la OMS señaló las dietas con alta densidad energética y la baja ingesta de fibra como factores importantes en el desarrollo de obesidad, pero la mayoría de las pruebas provenían de estudios llevados a cabo entre adultos. Pocos estudios longitudinales han estudiado el papel que desempeña la fibra en el riesgo de obesidad entre niños y adolescentes. Entre ellos estaba el estudio ALSPAC, que confirmó que una dieta alta en densidad energética y baja en fibra a los 5 y 7 años de edad se asocia con una mayor masa grasa y un aumento del riesgo de presentar excesiva adiposidad a los 9 años (66).
- Bebidas azucaradas
La ingesta de calorías provenientes de bebidas azucaradas experimentó un aumento del 135% entre 1977 y 2001. Los adolescentes comprendidos entre los 11 y los 13 años fueron los que más bebidas azucaradas consumían, por encima de niños o adultos (67, 68). Las calorías obtenidas de estas bebidas se asimilan de forma diferente a otra energía parecida, pero proveniente de alimentos sólidos. La energía obtenida a través de bebidas no produce un descenso de ingesta en forma solida (69). El interés en la relación entre consumo de refrescos y obesidad infantil fue propiciado por Ludwig (70), quien mostró que el consumo de refrescos predecía un aumento de peso en el futuro. Este estudio inicial ha sido apoyado por muchas otras investigaciones y metaanálisis. El consumo de bebidas azucaradas ha sido relacionado con enfermedades cardiovasculares, obesidad y síndrome metabólico en varios metaanálisis, aunque no en todos. El estudio transversal NHANES demostró que el aumento del consumo de refrescos se asociaba a un aumento de la ingesta total de energía de un niño en edad preescolar, pero que no afectaba a su IMC (71). Otro estudio reciente (Framingham Children’s Study) demostró que no existe correlación entre el consumo de bebidas azucaradas y el porcentaje de grasa corporal (p=0.93) en los periodos de niñez y adolescencia (72).
Dos metaanálisis y estudios aleatorizados en niños demostraron que existía relación entre el consumo de bebidas azucaradas y el riesgo de llegar a padecer sobrepeso. Un consumo elevado se asociaba de manera significativa con el sobrepeso (razón de oportunidades 1.55, 95% intervalo de confianza 1.32 a 1.82) (73-77). Los valores más altos de unidades tipificadas (z-score) de IMC se relacionaban con el consumo de bebidas azucaradas y alimentos ricos en grasas. Por cada toma diaria de alguno de los anteriores, la unidad tipificada del IMC incrementaba en 0.015 U (P < 0.01) y 0.014 U (P < 0.001), respectivamente (78). Al igual que para niños mayores, para niños entre 2 y 5 años el consumo de bebidas azucaradas está correlacionado con unidades tipificadas de IMC más altas, tanto en estudios transversales como longitudinales (79).
En un metaanálisis de ensayos clínicos aleatorizados encargado por la OMS y que ha sido recientemente publicado, se descubrió que disminuir la ingesta de azúcar reducía significativamente el peso corporal (0.80 kg, 95% intervalo de confianza (IC) 0.39-1.21; P < 0.001), mientras que un aumento de la misma desembocaba en un similar incremento de peso (0.75 kg, 0.30-1.19; P = 0.001) (80). En un metaanálisis paralelo de estudios de cohorte también se determinó que un consumo elevado de bebidas azucaradas en niños estaba relacionado con un aumento del 55% (95% IC 32-82%) del riesgo de padecer sobrepeso u obesidad en comparación con aquellos que consumieron menos (81).
La ingesta alta de sodio es otro aspecto que está positivamente relacionado con el consumo de líquidos y que predice el nivel de consumo de bebidas azucaradas en consumidores de dichas bebidas. La ingesta elevada de sodio en niños y adolescentes puede contribuir al aumento del consumo de bebidas azucaradas, lo cual establece un posible vínculo entre el nivel de sodio de la dieta y el exceso de ingesta energética, que a su vez contribuiría al riesgo de obesidad (82).
Grasas
La dieta propia de occidente es un claro ejemplo de dieta de alta densidad energética: alta en grasas y baja en fibra. Ciertos estudios experimentales facilitan pruebas claras de que las dietas con alta densidad energética afectan al control del apetito y llevan a un mayor consumo energético (83). Las grasas son menos saciantes que otros macronutrientes, aunque esto puede verse afectado por la densidad energética de los alimentos altos en grasas (84). Aún no se ha demostrado que la grasa alimentaria potencie el desarrollo de la obesidad más allá de su contribución a la energía ingerida (85), aunque hay estudios que demuestran que una reducción del consumo de grasas puede conllevar pérdida de peso (86). El estudio ALSPAC demostró que las dietas con alta densidad energética y ricas en grasas aumentan el riesgo de excesiva adiposidad en niños en edad escolar (87). Varios estudios transversales han observado una ingesta mayor de grasas y menor de carbohidratos en pacientes obesos en comparación con niños con un peso considerado normal (88), pero, por el contrario, otros informes no prueban que haya relación entre el porcentaje de macronutrientes ingeridos y el IMC, la medida de la cintura o el desarrollo de obesidad (45, 89, 90).
Tal y como se ha indicado anteriormente, los ácidos grasos poliinsaturados de la serie omega-6 parecen potenciar el desarrollo del tejido adiposo. Los cambios en la composición de ácidos grasos en las grasas ingeridas en las últimas décadas han podido contribuir fuertemente al aumento de la prevalencia del sobrepeso y la obesidad infantiles (50). Un estudio sobre macronutrientes en la composición de la dieta de niños españoles entre los 5.5 y 18.8 años confirmó el efecto de los ácidos grasos poliinsaturados. No se observaron diferencias entre los casos de estudio y el grupo de control, excepto en el de los ácidos grasos poliinsaturados (PUFA por sus siglas en inglés), cuya ingesta está significativamente relacionada con la obesidad (91).
Proteínas
Tal y como ocurría en los primeros años de vida, la dieta de niños y adolescentes se caracteriza por contener un volumen proteico mayor al recomendado (25). En una revisión sistemática de literatura sobre ingestas proteicas en el periodo comprendido entre los 0 y los 18 años (92), se encontraron pruebas claras de que una alta ingesta de proteínas antes de los 2 años se asociaba con un mayor crecimiento e IMC, pero no se pudo determinar de forma definitiva que la ingesta de proteínas durante la niñez y la adolescencia tuviese relación con el posterior riesgo de sobrepeso. Günther et al. (34), basándose en los datos del estudio DONALD, determinaron que no solo los primeros 12 meses, sino también el periodo entre los 5 y los 6 años era crítico, puesto que la ingesta total de proteínas y de proteínas de origen animal durante este periodo contribuía a aumentar el nivel de grasa corporal a los 7 años, algo que no ocurría en el caso de las proteínas vegetales. En un estudio de cohorte prospectivo, Skinner (93) demostró que las ingestas medias de proteínas (14E%) y grasas entre los 2 y los 8 años predecían positivamente el IMC a los 8 años. En un estudio llevado a cabo en niños franceses de entre 7 y 12 años, se asociaba el alto consumo proteico específicamente con un patrón de distribución de grasa corporal: el de obesidad central o androide (94). El estudio cardíaco The Bogalusa Heart Study analizó las ingestas alimenticias de niños americanos de 10 años (95) y descubrió que los niños con mayor índice de obesidad también consumían una cantidad significativamente mayor de proteínas.
Conclusiones
La obesidad es una enfermedad que se desarrolla lentamente. Cada vez hay más pruebas de que las condiciones que rodean al niño durante los primeros años de vida tienen un impacto en el estado de salud de la vida adulta. Los estudios que relacionan la excesiva ingesta de proteínas o la falta de grasa durante los primeros años de vida y el posterior desarrollo de sobrepeso, señalan que no existe un equilibrio adecuado en las dietas infantiles de los países desarrollados. La ingesta de proteínas es 3 o 4 veces superior a las necesidades del niño, mientras que las grasas se consumen por debajo de lo debido, algo que contrasta con la composición de la leche materna (alta en grasas y baja en proteínas) y con el hecho de que no se recomienda que se restrinjan las grasas antes de los 3 años. Paradójicamente, la ingesta de grasa aumenta con la edad, cuando debería ser alta en la infancia e ir decreciendo a partir de entonces. Una dieta que no sea equilibrada durante los primeros años de vida podría provocar una adaptación del metabolismo que resultaría perjudicial cuando las condiciones cambien a edades más avanzadas. Hay menos evidencia que apoye la relación entre ingesta de alimentos y obesidad en estudios llevados a cabo en niños en edad escolar y adolescentes. Las pruebas determinan que es la incorrecta alimentación durante los primeros años de vida lo que ha contribuido a la epidemia de obesidad infantil que ha tenido lugar. La nutrición de los primeros años no afecta de igual modo a la salud del adulto que la nutrición que se da a lo largo de los demás años de la infancia, lo que resalta la importancia de adaptar la ingesta de nutrientes a las necesidades metabólicas del niño en cada una de sus etapas de crecimiento.
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